LA FAMILIA EN EL PROYECTO DE CÓDIGO CIVIL ¿CÓMO EVALUAR SUS NOVEDADES?

Por Eduardo José Cárdenas

Retirado ya hace unos años de toda actividad como profesional, como docente y como publicista, me ha tentado escribir estas líneas, recordando sobre todo a muchas personas, algunas de ellas abogados, de sincero y profundo pensar, más de uno buen amigo mío, que sentirán por esta reforma una mezcla de enojo y de desprecio.
Yo me formé como abogado en la tradicional escuela que pone al “bien común” como centro del derecho. De ese “bien común” social, en cualquier grupo (llámese familia, empresa, país o la entera humanidad), se van desprendiendo como consecuencias los derechos de cada integrante del conjunto. Ellos no “nacen” de cada miembro del grupo, como sostuvo la doctrina liberal, sino de la atribución que surge del bien común del grupo al cual pertenecen. Se trata de una doctrina solidaria e inclusiva, según la cual aún los derechos del niño, por ejemplo, dependen histórica y geográficamente del bien común del grupo que ese niño integra.
Aún hoy sostengo esta idea, para mí fundamental, a pesar de haber leído con detención las inteligentes y fundadas críticas que ha merecido, y que durante algún período de mi vida me convencieron. Sustancialmente, esas críticas se basan en la experiencia histórica de que las más duras e injustas represiones se hicieron bajo la bandera de un “bien común” inmóvil e interpretado, naturalmente, por quienes estaban interesados en mantener el estado vigente de las cosas. Piense el lector en las rebeliones de los esclavos, de los indios, de los obreros, de las mujeres y de tantos otros sectores que en algún momento se sintieron injustamente tratados, y en los argumentos que los opositores daban para que no cambiase su condición.
En un maravilloso pequeño libro, el gran jurista peruano Fernando de Trazegnies desempolvó un expediente del año 1782 de Cajamarca, una ciudad del virreynato del Perú, donde litigaba un comerciante, Ciriaco de Urtecho, enamorado de Dionisia, una negra esclava, para que a pesar de la reticencia del dueño en venderla, se le permitiera adquirirla para casarse con ella. La mujer no era linda ni barata, pero Ciriaco estaba enamorado. Trazegnies, a la manera de Foucault, analizó escrupulosamente el expediente y el trasfondo cultural del que formaba parte, para hacer ver que en ese momento de la historia del Perú la esclavitud estaba dejando de ser uno de los pilares sobre los que se construía la compleja sociedad imperial, y el amor romántico en cambio estaba cobrando prestigio inclusive como organizador de casamientos. En momentos ambiguos e indecisos como ese, cuando la historia nos permite reflexiones y por tanto dudas (momentos que todos hemos vivido con mayor o menor lucidez), no se trata de aplicar una norma sino de elegir cuál y de qué forma aplicarla. Unas decenas de años antes, la imposibilidad de subvertir el orden colonial hubiera impedido en Ciriaco cualquier idea de matrimonio con la esclava, y unas decenas de años después, el propietario no hubiera vacilado en venderla. Pero en ese preciso instante el movimiento histórico no estaba aún definido y tanto los abogados como los peritos y por supuesto el juez, tenían que escoger sus razones entre las muchas que las Siete Partidas y los nuevos ordenamientos indianos ofrecían, para admitir la demanda o rechazarla.
No contaré el final, para que el lector se sienta tentado a leer el librito, que se llama “Ciriaco de Urtecho, litigante por amor” y en el cual Trazegnies supera a Foucault sin desdeñarlo, demostrando que el “bien común” existe y está siempre en el centro de toda agrupación y de todo derecho pero es móvil, cambia con las condiciones de la historia. Es más: la sociedad no tolera distancias demasiado grandes con su “bien común” porque secretamente sabe que de aceptarlas se desintegraría. Cuando la posibilidad mental de cambio aparece en el horizonte, es porque la sociedad ya lo está permitiendo. Y en el terreno ideológico de la lucha social, tanto los conservadores como los reformistas o revolucionarios esgrimen creencias diferentes, pero siempre en torno al diseño del “bien común”.
Muchos habrán pensado en esos años finales del siglo XVIII en el Perú, como el fiscal del caso Urtecho, que si el juez daba la razón a Ciriaco estaba demoliendo las bases del imperio, contrariando el “bien común” y satisfaciendo un “derecho individual” tan efímero como ligero. Como muchos pensarán ahora que este proyecto de nuevo Código contribuye a destruir la familia como grupo, ya que disminuye la importancia del matrimonio y reparte más poder entre niños, adolescentes y aún enfermos mentales o adictos. Este avance del individualismo, dirán, deja a cada uno a merced de sí mismo y al debilitar a ese grupo primario que es la familia, lo deja sobre todo a merced del Estado (que inocula sometimiento) o del Capital (que inocula consumo): ésta es la conspiración que se encuentra detrás de las normas proyectadas, reflexionarán entonces.
“Pero”, interviene Fernando de Trazegnies incorporándose a nuestra reunión de amigos, “¿y si no se tratase de un desprecio del bien común social, sino de que éste ha cambiado y la sociedad no precisa ya de “la” familia nuclear, matrimonial, legítima y biológica, y está permitiendo y alentado a pensar nuevas formas de familia, que el derecho debe proteger?”
Pensémoslo aunque más no sea un instante. ¿Por qué el matrimonio, en la ley proyectada, puede disolverse al día siguiente de contraído, unilateralmente y sin alegar ninguna trasgresión del otro cónyuge? ¿Por qué la fidelidad misma está incluida dentro de un proyecto acordado por los esposos y el adulterio no sancionado jurídicamente? ¿Por qué los contrayentes pueden optar por un régimen patrimonial sin ganancialidad, que en lo económico sólo estipula obligaciones asistenciales? ¿Por qué la subsistencia post separación y divorcio de esta asistencia no tiene que ver con el vínculo matrimonial ni con la culpa sino con las condiciones en que los ex esposos quedan después del matrimonio, a raíz del rol asumido durante la convivencia o de circunstancias ajenas al mismo? ¿Por qué estas normas se aplican también a parejas convivientes y no se reservan para los casados?
Porque el matrimonio ha dejado de ser importante para la sociedad y su vida, respondería Trazegnies. Subsiste, pero muy empobrecido, porque ha dejado de ser la garantía de la paz social (Levi Strauss explica cómo ha perdido vigencia la frase del explorador inglés que decía “either marrying out or being killed out”, “o casándose afuera de la familia o siendo muerto afuera de la familia)”, y porque ha dejado de ser la única vía legítima de transmisión de la vida, el nombre, la estirpe, la fama, los conocimientos y las cosas (los nuevos parámetros divisorios entre marginales y “pertenecientes” son otros, como otras son las vías por las cuales se transmiten esos bienes). Estas dos grandes funciones históricas del matrimonio como organizador social están siendo cumplidas de muy otras maneras, que no es del caso analizar aquí.
Queda solamente para la familia legítima su tercera función histórica: ser el lugar donde las generaciones diversas y los distintos géneros aprenden a convivir, a colaborar y a crecer. Pero esta atribución, la más importante de todas para la gran mayoría de los humanos, no tiene que ver con el matrimonio, e inclusive puede radicar en instituciones no estrictamente familiares.
Los autores del proyecto han entendido, y han entendido bien, que la creciente pérdida de prestigio social del matrimonio no obedece a la pérdida de virtudes morales sino a que la familia basada en él no es necesaria como organizador social. Y la reforma concreta este aspecto en su punto justo, cercano a la desaparición del matrimonio. Es comprensible que esto duela a muchos.
Pero la buena noticia, para ellos y para todos, es que la familia sigue existiendo y con ella el bien común familiar, que tiene relación con aquel tercer aspecto subsistente: el cuidado mutuo por parte de los integrantes del grupo. Y a eso se dedica el proyecto: a cuidar y en lo posible fortificar esta importantísima función, que la familia en todos los tiempos tuvo. Es que la familia es y será el lugar donde el sexo puede expandirse en condiciones más confiables, el lugar donde los más débiles son tratados con cariño y con piedad, el lugar donde el ser humano recibe y da la primera autoestima y el primer reconocimiento y muchos de los sucesivos, el lugar en suma donde se aprende a crecer solidariamente.
Naturalmente que, en este nivel, la acción estatal no se ejerce ni única ni primordialmente a través de un Código Civil, por más importancia que éste tenga. Es la orientación y distribución de la información y la cultura, el estímulo a la construcción de viviendas, el reparto equitativo de los bienes sociales, a título de ejemplo, lo que más beneficia la vida familiar. No son los países más ricos, ni los de legislación más actualizada, aquéllos en los cuales esta vida se desarrolla con menos tropiezos, sino aquellos otros en los cuales la inclusión y la equidad son mayores.
Pero a su modo, y con una influencia más modesta de la que los civilistas le atribuyen, también el Código Civil puede traer inclusión y equidad, o injusticia y violencia. Y aquí está el punto sobre el cual tenemos que evaluar la reforma proyectada. Algunas de las preguntas correctas, según me parece, serían entonces las siguientes:
¿La desaparición o amortiguamiento de las exigencias del matrimonio tradicional traerá más sinceridad y equidad dentro de la familia, eliminando bastiones de poder de que cada esposo podía antes aprovecharse?
¿El reparto igualitario de la obligación de crianza entre los progenitores, tanto antes como después de la separación, traerá menores posibilidades de exclusión de un progenitor en el proceso y por tanto mejoras para los hijos?
¿La apertura de las posibilidades en cuanto a atribución de apellido, traerá más posibilidades de inclusión en el proceso de crianza y de respeto del otro progenitor como protagonista del mismo?
¿Legislar sobre parejas convivientes con o sin hijos, ayudará a sacarlas de la marginalidad legal y las ayudará a construir mejores familias?
¿Las tan importantes innovaciones sobre la capacidad de los niños y los adolescentes, y los consiguientes cambios sobre el alcance de la autoridad de los padres, contribuirán a que las familias gocen de más equidad en el trato, más respeto mutuo y por tanto más posibilidades de crecimiento de todos?
¿Las tan originales normas sobre los enfermos mentales y sobre los adictos les darán un lugar de mayor respeto pero también de más responsabilidad en la gestión de sus vidas?
¿La compleja normativa sobre asistencia entre cónyuges, ex cónyuges, convivientes y ex convivientes, traerá mayor seguridad a todos sobre el futuro que les espera en caso de separarse, como para que la convivencia pueda ser más afectuosa y sincera?
Por mi parte, respondo a éstas y muchas otras preguntas del estilo que podrían hacerse, con un “sí” rotundo y alegre. Creo que este nuevo Código, de sancionarse, ayudará a la vida de las familias.
Sin embargo, mi parecer sobre estos puntos interesa apenas. Lo que he querido dejar claro en estas líneas es mi opinión sobre el criterio con que debe evaluarse la reforma que se ha propuesto.